sábado, 2 de octubre de 2010

La enésima historia de un autobús

Corrí como nunca, con el desaire en los talones y la cara dilatada hasta los excesos, (y sí, los destellos del aire se destilaron en mis arterias); pero ni aún siquiera así logré escurrirme en el autobús antes de que se evaporara entre el tráfico. Entonces, esperar esperando era el único método para aferrarme a un nuevo autobús que me llevara a casa. Y me aferré, más de quince minutos después, a uno con el mismo destino que el anterior. Subí y escogí con la mirada un asiento. Me senté. El sol me amputaba las pupilas, pero me era indiferente con tal de intuir las figuras abatidas de todos los viandantes. Porque si algún día te camuflaras entre una de esas señoritas lánguidas que cruzan con desafecto los paisajes (sin otear el horizonte, ni fijarse en los semáforos ni en otra cosa que no sea su blackberry) no dudaría en bajar del autobús y correr, correr como nunca; quizás, o más bien, seguramente, con torpeza entre las piernas. Y entonces te recitaría al oído, despacito y con buena letra, con la única intención de que te fugaras conmigo a un lugar dulce y lejano, como por ejemplo, un 7ºB.

lunes, 7 de diciembre de 2009

El abuelo de Julián

El abuelo de Julián era mitad sofá, mitad televisor. A principios de los cincuenta, cuando todavía miraba los charcos de puntillas, todos los niños se burlaban de él y se tumbaban en sus rodillas; tirándole canicas bajo los cojines, saltando luego hasta desgajarle las costuras. Por eso, y por el hambre y la pobreza y un padre (no rojo ni azul, sino amarillo) muerto en combate, no tardó demasiado en calentarse con leña avivada por los libros de la escuela. Mientras sus compañeros de clase resolvían problemas sobre el tiempo que transcurría hasta que un tren que partía de Madrid a 80 km/h se encontraba con otro que se despedía de Bilbao ocho minutos más tarde a 5 m/s, él trabajaba por unas pesetas al mes retransmitiendo en blanco y negro los partidos del Real Madrid en el bar “El señorito”. De cuándo se tropezó con la abuela de Julián, una muchacha escuálida y poco agraciada, con un andar tan desenvuelto y delicioso que cualquiera hubiera podido imaginar que era bailarina de ballet; lamento decir que nunca tuve ni la más remota idea de cómo resolver aquellos problemas matemáticos. De cómo se extraviaron, pregúntenle al cáncer. Yo sólo sé que con la herencia del anciano, los padres de Julián han comprado una tele de plasma y el tresillo azul que aparece en la página dieciséis del catálogo de Ikea.